EL AMOR  NO  REQUIERE  QUE  DOS   PERSONAS  SE  MIREN  ENTRE  SÍ.   PERO  SI,   QUE  MIREN JUNTOS  EN  LA MISMA DIRECCIÓN.

A. de Saint-Exupéry

 

   

 

 

Un día como otro cualquiera

Clap, clap, clap, clap...los últimos escalones me llevan al portal de la casa. Antes de salir, un último repaso en el espejo, todo esta bien. Falda estirada, chaqueta también, me pongo mis gafas de sol de actriz de incógnito y salgo a la calle.

Hace un día radiante, sol y temperatura agradable. Miro a ambos lados y echo a andar. En los primeros pasos miro de reojo a las personas con las que me cruzo. Son los restos de mis pánicos de antaño cuando la gente me miraba con asombro o hasta con desdén. Nada, no les intereso, sólo un poco más allá una pareja de chicos me mira con fijeza. Me paro en el escaparate que tienen enfrente y aprovecho el reflejo del cristal para observarlos; en unos pocos segundos he dejado de interesarles y miran hacia otro lado.

Con absoluta confianza en mi misma sigo andando. Empiezo a ser consciente de quién soy y de donde estoy y me llena una sensación de orgullo. Simplemente me siento libre, en paz conmigo misma y con el mundo. No le debo nada a nadie, ni nadie me debe nada a mí.

Con una sonrisa amarga recuerdo lo que me pasaba en estos primeros minutos de paseo hace unos años. Me pasaba mis buenos 5 ó 10 minutos en el portal, invadida por un pánico mortal a abrir la puerta. Simplemente no podía girar la manecilla, agarrotada por el miedo. Y una vez en la calle, por que invariablemente, a pesar del miedo, salía, me amparaba en las sombras que dejaban las farolas (siempre salía de noche) para que nadie que pudiese estar mirando desde una ventana, me pudiese ver. Ni contar quiero la terrible angustia que me producía darme cuenta de que por la misma acera venía alguien en dirección contraria....

Realmente hace un día magnífico. Me dan ganas de saltar, de dar vueltas y vueltas con los brazos extendidos. No es diversión, simplemente sé que en este momento, a todos los efectos, soy una de ellas y siento que formo parte de este mundo en el que debería tener pleno derecho a estar siempre. El nudo que tenía en el estómago estos días de atrás, se ha esfumado como por encanto. Ni siquiera cuando estaba pensando en qué ropa ponerme o cómo arreglarme dejaba de estar ahí. Una opresión continua que, como por arte de magia, ha desaparecido.

Mis amigas aún no han llegado así que escojo una mesa vacía en la terraza y me pongo a observar lo que hay a mi alrededor.

A mi lado, unas chicas inglesas están pendientes de mí. Se les nota a la legua que dudan de mi identidad. Me miran,, cuchichean entre sí, y me vuelven a mirar. En su afán por resolver la duda, llegan a tirar un paquete de tabaco casi a mis pies para poder mirar por debajo de la mesa.

En la mesa de al lado hay una pareja con dos niños pequeños. Los padres charlan distraídamente y los niños juegan con la comida. La niña, una monada rubia, de pelo casi blanco, acaba de quitarle una patata frita a su hermano. Se da cuenta de que la he visto y me sonríe con picardía.

Casi enfrente de mí hay un grupo de chicos que hablan animadamente. Uno de ellos no quita su vista de mi pecho. Me avergüenza un poco, pero.... me gusta. Distraídamente, me quito las gafas de sol y las paso lentamente por mi escote, acariciándome la piel (¿seré mala?).

En esto, llega el camarero, un hombre de unos cincuenta años y me dice: Vaya día estupendo tenemos hoy. ¿Qué va a tomar la señora?.

Y digo yo.... se puede pedir más?.

Un besazo enorrrrrrrrrrrrrrme.

Eloisa.

 



 

 


 

 

 
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